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Por: Anulfo Vargas Vásquez
El término “antisocial-delincuente” ha sido históricamente utilizado como un estereotipo adjudicado a individuos provenientes de sectores empobrecidos o con bajo nivel educativo. Según algunos burócratas y teóricos de la llamada “doctrina minimizarte culpalista”, la delincuencia social se origina en contextos de pobreza y falta de educación. Esta interpretación simplista ignora deliberadamente los factores estructurales y sistémicos que alimentan las desigualdades sociales.
Desde hace siglos, las clases dominantes han manejado el discurso político para desplazar la responsabilidad de las crisis sociales hacia los más vulnerables. A través de dádivas y promesas electorales, manipulan a las masas, obtienen el voto y, posteriormente, perpetúan un sistema que margina y estigmatiza. Así, se normaliza la criminalización de la pobreza y se promueve una narrativa que justifica la exclusión de quienes han sido históricamente explotados.
La psicología social —rama que estudia cómo el entorno influye en la conducta del individuo— ofrece una lectura más profunda y reveladora. Esta disciplina analiza no sólo las emociones, pensamientos y comportamientos individuales, sino también el impacto del contexto político, económico, religioso y cultural en la formación de la identidad y la conducta.
En el actual modelo globalizado, las políticas centralizadas concentran el poder en élites que controlan los mecanismos de influencia social: la economía, la educación, los medios de comunicación, la religión y hasta la administración de justicia. Desde esta estructura, los burócratas manipulan la realidad, distorsionan los valores y se apropian de las instituciones públicas como si se tratara de un botín.
Nos enfrentamos entonces a una pregunta ineludible: ¿quiénes son realmente los antisociales? ¿Aquellos que, empujados por la exclusión, sobreviven al margen de un sistema que los niega? ¿O quienes, desde el poder, violan normas, pervierten las leyes y perpetúan la corrupción bajo un manto de legalidad?