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Por: Anulfo Vargas Vásquez
Cada territorio enfrenta de manera distinta el fenómeno de la inmigración indocumentada. En muchas ocasiones, las personas y familias que migran lo hacen impulsadas por motivos económicos o políticos, en busca de proteger sus vidas amenazadas en sus países de origen.
La República Dominicana no está exenta de esta realidad migratoria que impacta al mundo. Desde la época colonial, y con mayor intensidad tras la Segunda Guerra Mundial, «Quisqueya» —nombre indígena de la isla— recibió oleadas de inmigrantes: turcos, árabes, alemanes, judíos, entre otros. Estas llegadas no fueron meras casualidades; fueron impulsadas por acuerdos políticos, como los establecidos durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Martínez, que promovieron varios asentamientos de extranjeros en el territorio dominicano.
En cuanto a la inmigración china, su presencia ha adquirido un matiz de «protección» global. En casi todas las grandes ciudades del mundo existe un «barrio chino». En República Dominicana, la comunidad china se ha integrado principalmente mediante el comercio informal, muchas veces exento de regulaciones fiscales. Aunque entre ellos existen casos de indocumentación, sus derechos suelen ser respetados, incluso en los procesos de aplicación de leyes migratorias.
La inmigración haitiana, por otro lado, ha estado históricamente marcada por conflictos territoriales y por temores latentes entre dos naciones que comparten una frontera inseparable.
Hoy en día, conocemos la crítica situación de Haití, considerada un Estado fallido. El pueblo de Jean Jacques Dessalines —quien gobernó con mano de hierro entre 1801 y 1805— continúa huyendo en busca de salvar sus vidas, víctimas de la violencia interna y de los intereses imperialistas extranjeros que se han beneficiado de su desgracia humanitaria.
El pueblo haitiano y el palestino, aunque separados por miles de kilómetros, comparten el mismo dolor: el sufrimiento de sus gentes desplazadas, perseguidas y olvidadas.