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Por: Anulfo Vargas Vásquez
En nuestros días, es común escuchar frases como: «Lo que yo sé cuesta dinero». La información, los servicios profesionales e incluso el tiempo de las personas parecen haberse convertido en bienes que se compran y se venden. Esta realidad nos lleva a cuestionarnos: ¿en qué momento el conocimiento, que antes circulaba como un acto solidario, se convirtió en un producto regido por las leyes del mercado?
El Conocimiento Como Bien Comunitario
En muchos de nuestros barrios y comunidades, aprender no siempre estuvo ligado a una transacción económica. Recuerdo cómo un amigo cercano nos enseñó a leer y escribir sin esperar nada a cambio. Para él, la mayor satisfacción era el hecho de compartir el «pan de la enseñanza» con otros. Estos actos solidarios nos enseñaron que el conocimiento es una herramienta de crecimiento colectivo, un bien que se enriquece cuando es entregado libremente.
Sin embargo, hoy parece haberse perdido esa esencia en algunos espacios académicos e intelectuales. Las respuestas que encontramos al pedir información o ayuda suelen ser: «Esto cuesta dinero» o «El conocimiento tiene un precio». Esto refleja un cambio profundo en la manera en que se percibe el saber, que ha pasado de ser un recurso compartido a un producto con valor de mercado.
El Conocimiento y la Plusvalía: Marx y el Medio de Producción
Esta transformación del conocimiento en una mercancía puede analizarse desde el marco de la plusvalía, un concepto central en la teoría económica de Karl Marx. Según Marx, en las sociedades capitalistas, el trabajo humano es apropiado por los dueños de los medios de producción, quienes obtienen ganancias explotando el valor excedente (plusvalía) generado por los trabajadores.
Aplicando esta idea al conocimiento, podemos ver cómo los sistemas académicos, las consultorías y algunos sectores culturales se convierten en industrias que generan plusvalía. El saber acumulado por personas a lo largo de años de estudio se convierte en un recurso que puede ser «vendido», produciendo ingresos para instituciones o individuos. Así, el tiempo invertido en generar conocimiento se convierte en una mercancía, y el intercambio libre de ideas queda subordinado a las dinámicas del mercado.
En este aspecto, el conocimiento se vuelve un «medio de producción». Las universidades, los centros de investigación e incluso las plataformas digitales tratan el aprendizaje como un producto exclusivo. Solo aquellos que pueden pagar tienen acceso pleno a ciertas ideas, publicaciones o servicios. Esto genera barreras que impiden a muchas personas participar plenamente en los espacios educativos y culturales.
¿Es Necesario Poner Precio al Saber?
No negamos que ciertos trabajos intelectuales requieran recursos: los investigadores necesitan financiamiento, los docentes deben recibir salarios justos, y los servicios especializados tienen un costo legítimo. Sin embargo, la mercantilización del saber también puede llevar a una pérdida de su esencia transformadora.
Cuando todo conocimiento tiene un precio, se refuerza una lógica de exclusión. En lugar de democratizar el acceso al aprendizaje, se prioriza la ganancia económica. Esto puede crear un círculo vicioso donde quienes más necesitan aprender no pueden acceder al conocimiento, y quienes lo poseen solo lo ofrecen bajo condiciones comerciales.
Volver a la Generosidad del Saber Compartido
La historia nos enseña que las sociedades más justas y prósperas son aquellas donde el conocimiento circular libremente. Desde los movimientos de alfabetización hasta los sistemas de educación pública, compartir el saber sin restricciones ha demostrado ser una herramienta poderosa de transformación social. Como decía Paulo Freire: «El conocimiento nace de la práctica y del diálogo». No es algo que deba encerrarse en una transacción, sino una experiencia que debe ser accesible para todos.
Volver a un enfoque más solidario implica reconocer que el aprendizaje no tiene sentido si no se comparte. De hecho, en un mundo donde la tecnología ha facilitado el acceso a tanta información, deberíamos promover el conocimiento abierto en lugar de restringirlo. Aunque el trabajo intelectual tiene su valor y merece reconocimiento, siempre podemos encontrar formas de equilibrar la necesidad económica con la generosidad intelectual.
Democratizar el Saber es Impulsar el Futuro
El conocimiento es un recurso inagotable, y cuanto más se comparte, más crece. Si bien es comprensible que en algunos casos el trabajo intelectual tenga un costo, no podemos perder de vista que el verdadero poder del aprendizaje radica en su capacidad de transformar vidas y construir comunidades.
Tal como Marx denunció la explotación del trabajo humano en las industrias, hoy debemos reflexionar sobre la manera en que el conocimiento se está comercializando. Si dejamos que todo lo que sabemos se convierta en mercancía, corremos el riesgo de limitar las oportunidades de quienes más lo necesitan.
Es hora de rescatar el valor del saber compartido, de volver a las raíces de la enseñanza solidaria y comunitaria. Cada vez que brindamos lo que sabemos sin esperar una recompensa económica, estamos haciendo nuestra pequeña contribución hacia un futuro más justo e igualitario. Porque, al final, la enseñanza más grande es esta: el conocimiento no es para unos pocos; es para todos.