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Por: Plácido Acevedo
Papo y yo siempre nos mantuvimos juntos de una forma u otra, tanto en el patio de mi casa, donde tenía absoluta confianza con mi familia, como en nuestras aventuras por el pueblo.
Una anécdota que recuerdo con cariño ocurrió alrededor de 1964. Estábamos sentados debajo del antiguo poste de luz que había en la esquinita frente al Puente de la Guinea, como el que va para La Rigola. No recuerdo exactamente quiénes estaban con nosotros, pero sí sé que Papo estaba ahí. Muy pocos lo saben, pero Papo sí lo sabía: desde que tenía 14 años, solía leer periódicos como si fuera un locutor, mientras estaba en la letrina de mi casa. Incluso, mi papá, Moisés Acevedo, me pagaba un curso por correspondencia en la Academia Novo de Locución de México. Ese curso costaba US$2.00 al mes, pero no pude continuar por dificultades económicas.
Un día, mientras estábamos debajo de ese poste de luz, Santiago Lozano, quien salía de trabajar en La Voz del Atlántico, pasó por allí. Papo, confiado, lo detuvo y le dijo: «Párate ahí, te tengo uno que lee mejor que tú», refiriéndose a mí. Papo insistió en que Lozano se quedara para que los dos leyéramos juntos, para que él viera cómo leía «Maruca». Lozano, solo simulo una risa y, después de estar con nosotros por unos minutos, nos miró a todos, mantuvo la expresión de reír de nuevo y continuó su camino.
Esa fue una de las tantas cosas que Papo nos dejó en su paso por este mundo, un mundo que lo llevó a enfrentar una enfermedad tan implacable y letal. Papo trató de combatirla de todas las maneras posibles, pero no pudo con ella.
Papo fue un altruista, un filántropo por naturaleza. Contribuyó anónimamente para ayudar a cientos de personas, sin que estas necesariamente se lo solicitaran. Esa fue su grandeza. Si en algún momento se involucró en la política, fue con la intención de ayudar y defender los derechos humanos. Tuvo recaídas, momentos de esperanza, pero todo su esfuerzo fue en vano.
Hoy, nos ponemos de pie para rendir tributo a este gran y entrañable amigo que nos ha dejado con el dolor de saber que jamás volveremos a compartir con él.
«Vete en paz, querido amigo. No te diré, como muchos lo hacen, que nos veremos allá. Nadie que se ha ido ha dado testimonio de haber visto a alguien en el lugar donde tú estarás. Lo que sí te aseguramos los que te quisimos es que te recordaremos siempre.»